Los cincuenta. Estreno nueva década y es una buena ocasión para repasar algunas responsabilidades que tenía pendientes, entre ellas volver a compartir reflexiones con ustedes desde este deseado exilio de euroentusiasmo, trabajo y formación.

Créanme, llevo por aquí algunos meses y la obligada hibernación me regala momentos para la introspección, y es como si más que nunca la mezcla de mi trayectoria y mi experiencia me dieran mayor claridad para lo trascendente, o que con la edad y el frío se me dispara la intuición y me apetece contarlo. ¡Será!

Verán. Para el que me quiera seguir, les actualizo algunos detalles. Nací en el seno de una familia numerosa, mérito de la valentía y empeño de mis padres, soy la segunda de siete hermanos que no siempre lo tuvimos todo al alcance, y pienso que eso me ha marcado para bien. Tuve la inmensa suerte de que mis padres nos inculcaran, y con su ejemplo así lo demostraron, que con tesón todo se puede, que las metas se consiguen a diario con esfuerzo, y que si eliges lo que te gusta consigues ser inmensamente feliz en tu trabajo.

Yo fui feliz en la política y desde aquí agradezco a tanta gente con la que compartí pasión por conquistar metas difíciles. Las fáciles se las dejábamos a los conformistas. Bromas aparte, sin duda volvería a ser política como lo fui, solo por conocer a las mismas personas para aprender de ellas en lo malo y en lo bueno.

Ahora bien, no querer estar en la primera línea no me exime de seguir sintiendo que en esta sociedad tenemos retos individuales y colectivos por alcanzar y, desde esta plataforma estadística que es la Unión Europea, ya he podido contrastar datos alarmantes de nuestra adicción al consumo, del deterioro y abandono de nuestros suelos y de la contaminación, despilfarro o falta de reaprovechamiento de nuestra vida entera.

¿Qué es el agua sino el mayor sinónimo de vida? Ahorrar agua, energía o recursos, no tirar comida y reaprovecharla, remendar, zurcir o apañar son las cosas que más se escuchan en la infinidad de reuniones a las que asisto. Cambiar hábitos hacia lo tradicional o recuperar ciertas rutinas de siempre nos suenan ahora suenan a nuevo o a estreno.

Por ejemplo, los nórdicos ya nos llevan la delantera con el “buy second hand” o con “bastering”, es decir, el clásico intercambio, trueque, cambalache o trapiche. Así es, amigos, el gran “Green Deal”, que tanto suena por aquí, es volver a las viejas costumbres de cuidar la tierra o de subsistir en la escasez por sistema de sostenibilidad económica o porque la abundancia no nos la podemos permitir y mucho menos en unas islas, y ya hablaremos con datos.

Estas generaciones, el mundo que conocemos, preferimos ser urbanitas, tener en cada esquina grandes centros de consumo. Es difícil imaginarnos o querer voluntariamente elegir vivir de otra manera, o trasportarnos a tiempos de penuria o estrechez. Tengo alguna vivencia de aquello, pues me crie en el sur de Tenerife, en Arona casco y en otra época más agraria y con menos turismo, y tengo unos recuerdos impagables de lo muy bueno que la economía circular puede hacer por la sostenibilidad.

Resuenan en mi cabeza aquellas memorias de mi abuela cuando me contaba que hubo tiempos en los que sólo había gofio, de cómo endulzaban los biberones con el jugo de los higos, o reutilizar los desperdicios orgánicos en la comida de los animales. Sin saberlo, crecía en mí el convencimiento de que el cambio climático no es solo cuidar el planeta en el sentido de no seguir contaminándolo, sino también cambiar nuestras costumbres diarias para volver a adaptarlas al sentido común de usar y volver a utilizar hasta gastar, de reaprovechar y de renovar antes que tirar.

Vengo diciendo desde hace algunos años que el cambio climático no lo impondrá ninguna agenda política, y que afortunadamente la lucha de lo que yo llamo volver a las costumbres más sanas y menos consumistas de nuestros ancestros se impondrá por una sociedad que, cada vez más asustada por las enfermedades que nos acechan, busca una vida más en equilibrio, menos dependiente y mucho más saludable.

A éstas alturas ya habrán adivinado que comparto con vehemencia que la transición climática plasmada en el Pacto Verde Europeo que propone la Comisión es un imperativo ético y una oportunidad económica para nuestras zonas despobladas, o para intentar un modelo circular frente al lineal que, como decía, practicamos como rutina.

Pero no sólo los Gobiernos o los grandes foros económicos, en primera persona, cada uno y todos, debemos adaptar nuestra forma de producir y consumir, con el fin de proteger nuestra salud y nuestro bienestar y también para que las generaciones venideras puedan disfrutar de un planeta al menos parecido. Defiendo una catarsis de hábitos empresariales e institucionales. Darle más de un uso a nuestros recursos, alargarles las vidas útiles. Cambiar la peligrosa y adictiva tendencia vertiginosa del usar y tirar.

Europa entera y eso será más cuestión de los Gobiernos y multinacionales, tendrán que disminuir nuestras emisiones de CO2 (dióxido de carbono) y atemperar el crecimiento económico a lo que yo llamo buena salud.

A largo plazo, todos nos vamos a beneficiar del paso a la neutralidad climática si es que se consigue. Al mismo tiempo, y a corto plazo, esta transición exigirá la realización de esfuerzos significativos y conllevará ajustes sustanciales por parte de los ciudadanos que seremos los que tenemos la decisión del modelo. Y en esto si soy optimista, pues cada día veo más personas con las gafas puestas en los lineales del supermercado para no comprar productos con aceite de palma en exceso, con demasiada azúcar o harinas transformadas, o evitando el glutamato o eligiendo frutas y verduras ecológicas.


Ese gran Pacto Verde o Green Deal como se le llama por aquí es la razón por la que la Comisión Europea va a adoptar un Mecanismo para una Transición Justa, que incluirá un Fondo de Transición Justa. Se quiere velar por que la transición energética y climática sea justa y equitativa.

No todos los países y regiones toman la salida desde el mismo punto. En la actualidad, cientos de miles de empleos y muchos hogares siguen dependiendo de la cadena de valor de los combustibles fósiles y de los procesos industriales intensivos en carbono. De entre las 276 regiones de la UE hay 108 que albergan infraestructuras del carbón y unas 237.000 personas trabajan en actividades relacionadas con el carbón, mientras que son decenas de miles más las que están empleadas en actividades de extracción de turba y en la industria del esquisto bituminoso.


Alcanzar el ambicioso objetivo de Europa para 2050 requerirá un esfuerzo significativo y la transición hacia una Unión climáticamente neutra implicará la transformación de las regiones de Europa. Al embarcarnos en esta misión hacia la economía circular y la transición hacia un mayor ahorro de nuestros recursos, hacia otras energías o a reaprovechar las que tenemos, puede y debe brindarnos oportunidades para todos.